
Mery baja la escalera del moderno chalet, balanceando su mochila. Lleva dentro un libro de biología, uno de matemáticas, otro de lenguaje y un tomo de inglés. Lleva también una bolsa con el almuerzo que la cocinera de su madre, la señora Lafort, le ha preparado en la gran cocina circular, donde todo brilla y está robotizado como en una nave espacial.
La señora Alicia Lafort, la cocinera, es alta y elegante y muy profesional. Prepara unos sandwichs triangulares excelentes, pero es fría y tan correcta, que jamás se le escapa un gesto tierno ni una sonrisa amable.
A Mery le desconciertan las personas mayores. Todas. Piensa que su madre la tiene un poco olvidada. Y que su padre... bueno, a su padre no lo ve casi nunca.
Su madre apenas para en casa. y cuando vuelve de sus interminables partidas de tenis, o de sus sesiones en el Instituto de belleza, Mery la siente inalcanzable. Y el beso leve, que apenas roza su mejilla, solo le deja una hueca sensación de desamparo.
Su padre trabaja todo el día y gana mucho dinero. Es duro e implacable con los subordinados y un experto en el arte de eliminar competidores. Fuma sin parar y su sonrisa es afilada y cortante como una cuchilla.
Mery va calle abajo. Camina despacio, balanceando la mochila. Prefiere ir sola al colegio, aunque sabe que es seguida por algún sirviente en estrecha vigilancia. Pero ella finge no saberlo.
Mery es bonita y dulce. Educada y sensible. Le gusta estudiar y aprende con facilidad. En el colegio tiene pocas amigas y habla con ellas, preferentemente de viajes y de juguetes electrónicos.
En la esquina , Mery espera el permiso del semáforo. La corriente del tráfico ruge incesante. Arriba, el azul turquesa del cielo, se oculta tras una nube de bruma gris.
Mery sigue calle abajo, balanceando la mochila. Se detiene ante los grandes almacenes Toys y mira indiferente lo que se exhibe en sus enormes vidrieras. Ella no lo sabe, pero odia profundamente todos esos juguetes sofisticados que en demasiadas ocasiones encuentra en su cuarto. Y que, a veces, ni siquiera llega a desampaquetar...
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Con la carita pegada a la vidriera, Gemma contempla embobada el precioso muñeco. Es una maravilla de ojos celestes, pelo rojizo y brazos y piernas regordetes. En los anuncios de la tele, ha visto como gatea, llora y toma el biberón como un verdadero bebé. Todos los días lo mira y lo vuelve a mirar. Sueña con tenerlo y jugar con algo que no sean latas vacías, o coches sin ruedas que a veces recoge de la basura.
Mery la observa con simpatía. adivina que desea el muñeco.
Te gusta?
El muñeco?... Sí, es tan bonito...
Por qué no lo compras?
Gemma no responde. Solo se encoje de hombros con una expresión desolada.
Mery comprende. Si quieres venir esta tarde a mi casa, te regalo uno igualito a este. Quieres?... Mira, a las cinco te espero aquí. Vale?
Mery sigue calle abajo. La otra niña mezcla de asombro e incredulidad, queda con la mano extendida, en un mudo ademán de saludo.
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La tarde de comienzos de mayo, tibia y luminosa. Apartado de la bruma contaminada del centro, el cielo aquí luce transparente y limpio.
La merienda en el jardín, bajo los tilos. Y bajo la mirada inquieta y vigilante de los sirvientes - ellos tan profesionales - que van y vienen con estudiado disimulo.
Mery juega y ríe, es feliz.
Gemma juega y ríe... Es feliz con su muñeco, que parece un bebé de verdad.
Pasa veloz el tiempo para las dos niñas. Y pasa lento el tiempo para Alicia Lafort, que se impacienta.
Niña... No te esperarán ya en casa?... Vives lejos?... Jonh te llevará...
Oh, no... no... yo sé ir sola...
No se atreve a decir que no tiene casa.