
Prisionero en la soledad de la silla de ruedas. Con la nostalgia a cuestas. Con la añoranza de campo, cielos mar... De aquel pueblo y hogar lejanos. Empantanado en el rectángulo gris, limitado por tres paredes y un ventanal de madera carcomida y seca.
Inmóvil. Puestos los ojos y el alma en el banco vacío, espera. Espera, como todas las tardes, que ella aparezca.
Escucha por fin el murmullo de unas risas y el sonido de unos pasos rítmicos. y una lluvia de cascabeles se desata en su pecho.
La ve avanzar musical, ligera, armoniosa con un niño de la mano, disputando su atención. Ve como llegan al banco y se sientan a la sombra de un árbol.
Abril, como él la llama, aparta el pelo de su cara y pasea su mirada por el parque.
Una catarata de sol se descuelga de los sauces y convierte el surtidor, en una fiesta de cristal.
Tal vez detiene sus ojos un instante en su ventana,. Tal vez intuya que alguien la observa anhelante.
Luego saca de su mochila los paquetes con la merienda. Desenvuelve y da uno al niño... mientras él observa todos sus gestos, el movimiento de sus manos de sus labios... esa suavidad que tanto lo cautiva.
Esa escena, indiferente para tantos, llena toda su soledad y rompe tarde a tarde, la monotonía de su vida sin calor y sin color. Se conforma con eso : con ser un testigo distante y anónimo... Desde su celda de cemento, cerámica y cristal, perdida en un punto minúsculo, del inmenso edificio, donde tiene su morada, la mira, la mira...
Ella recoge los papeles y sonríe. Saca un pequeño espejo. Sonríe. Sus manos como inquietas mariposas acarician el pelo dorado del chiquillo. Y sonríe...
Luego, cumplida su tarea de canguro, devuelve el niño a la madre y se pierde, grácil, por un sendero del parque.
Y él queda inmóvil por un tiempo, rememorando cabello, ojos, colores, gestos, movimientos... Luego, lentamente gira la silla y la conduce al interior de su cueva.
A esperar que el día se apresure, que el resto de la tarde sea corto, que llegue la noche...
Qué otra cosa puede hacer él, pobre paralítico enamorado!