
Veintidos de diciembre. El crepúsculo de las cinco, resplandece al otro lado del puerto.
Tendido en la cama, con el cigarrillo en los labios, deja escapar su mirada por la monotonía gris de los tejados. Afuera, la tarde de domingo acelera el ritmo de pasos, murmullos y voces. Veintidos de diciembre y el día despidiéndose de prisa por las calles llenas de gente, por los parques abandonados de hojas y de pájaros.
Mira a su alrededor: la casa vacía. Muda la guitarra.
Retrocede en el tiempo. Unos meses, no muchos. Se ve subiendo la escalera impaciente, ilusionado. El beso largo. El trabajo compartido en la cocina. La cena... Y el premio de mirarla, perdida en un sofá del salón, sonriendo, sonriendo siempre, con su sencilla manera de ser hermosa... Sentarse junto a ella escuchar música y hablar en voz baja de los múltiples asuntos cotidianos.
Se ve entrando en el bar, donde a veces lo espera, atravesando gente, conversaciones, gritos, hasta llegar a ella. Y encontrar sus ojos esperándolo y sus manos repletas de caricias y ternura. En esos días llenos de sol. De ese sol de setiembre, a ratos sofocante, a ratos desapacible y frío.
En aquel entonces, alguna vez, se había imaginado la vida sin ella. Y era como un atardecer gris, sin árboles, sin mar, sin cielo... Como un inmenso desierto que lo rodeara. Insoportable.
Y así era ahora: Sin ella. Insoportable.
Se levanta resuelto. Pone su mejor vaquero y se sonríe irónico al descubrirse eligiendo una camiseta y un sueter de color a juego.
Coge el retrato y sus labios lo recorren en prolongada caricia... Laura, Laura. Laura... Ordena algunas cosas. Sus dedos juguetean unas notas en la guitarra.
Baja de dos en dos las escaleras y se sumerge en la vorágine de la calle. "Cómprame un clavel para tu novia, guapo"... Y con la roja flor en la mano, sigue esquivando transeuntes. Saluda a un viejecito, sonríe a una pareja que camina cogidos de la mano. Sigue el vuelo de un pájaro solitario, que se pierde en el parque. Da todo el dinero que lleva a un pequeño mendigo.
La tarde de invierno muere. La playa solitaria. Rojos cristales ondulantes, retienen aún el brillo del crepúsculo.
Y silbando aquella vieja canción de jazz, hace un guiño a la primera estrella, avanza por la arena y se pierde en el agua... Solo el mar sabe.