
NÚMERO 12 4º A
Veo pasar la vida, desde el último piso de un viejo edificio de cuatro plantas. Está ubicado en un barrio modesto de una ciudad-pueblo. Y no tiene ascensor.
Muy temprano, la escalera se llena de bullicio. Es la hora en que la mayoría de los habitantes del bloque salimos de casa: al trabajo, a las compras, a la universidad, a la escuela... Entonces, los saludos, los gritos, las risas, traspasan las finas paredes de las viviendas. Comienza la vida y hasta los más remolones, se lanzan a ella.
Frente a mi puerta, vive un marinero. Tres meses en el mar y tres meses de continua borrachera. Como si no pudiera soportar la estabilidad de la tierra firme que pisa. Como si no pudiera soportar a su mujer, mal-encarada, mal-educada, mal-dita, dice él, que cada día le monta la bronca, no importa porqué...
A mi izquierda vive una anciana terca y protestona. Pasa una buena parte de su vida, subiendo y bajando la escalera, aferrada con igual empeño, al pasamanos y a un bastón.
El joven matrimonio del primero A, se ha ofrecido a cambiarle su piso, pero ella, desconfíada por naturaleza, no quiere aceptar. La vida le ha enseñado a no creer en ofertas desinteresadas... Y sospecha. Sospecha de todo y de todos. Hasta del simpático adolescente del primero B que cariñosamente y con insistencia, a veces se ofrece a servirle de ayuda, en su penosa peregrinación por la escalera.
Los tres pisos de la planta tercera, los comparten jóvenes estudiantes. Gente maja, despreocupada y alegre, que me traen nostalgia de mi época de universidad.
En el segundo A, viven los Aguirre. Él es profesor de un centro público. Rezuma afectada dignidad, desde la copa del sombrero, hasta la punta de los zapatos. Ella, cursi y anticuada, suele mirar - dicen - por encima del hombro a los vecinos. Tienen dos niñas gemelas que llevan todos los días, convenientemente uniformadas, a un afamado colegio de monjas.
Hilario - noventa y más años - , vive en el segundo B. Es un viejecito ágil, solitario y triste. Yo creo que se aferra a la vida, solamente para que a Julio - su único hijo, muerto en accidente, hace ya muchos años - , no le falten las dos rosas blancas que día a día, coloca con ternura junto a su retrato...
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Al atardecer, la escalera vuelve a poblarse de gritos y de revuelo. Es la hora en que los dueños de los perros aprovechan, para sacarlos a pasear. La hora en que los jóvenes, salen a divertirse y los niños vuelven de jugar del parque. La hora en que las parejas, esquivan la luz de las farolas, cuando la noche, presumida y buscona, se pone de traje largo negro, con cinturón de estrellas...
Veo pasar la vida, desde el cuarto piso de un viejo edificio sin ascensor. Apoyado en el balcón, me gusta filosofar. Observar el río de asfalto, que divide en dos la avenida... Y jugar a adivinar la hora en que cada morador del edificio, regresa a casa: El marinero zizzagueando su borrachera, casi arrastrado por su mujer, entre insultos. La pareja del primero - amarraditos los dos - que tropieza con el profesor - despojado ahora de su dignidad - que en pantuflas y un tanto avergonzado, arrastra hasta la esquina, dos bolsas de basura...
Veo pasar el tiempo... Y los días se van sucediendo, uno a uno, fuertemente cogidos de la mano, todos iguales, todos con prisa, para convertirse en semanas, en meses, en años... En trozos de la vida.