miércoles, 27 de febrero de 2013

Relato : Sylvia



Conocí a Kiko  ese verano en un pequeño pueblecito costero, donde ambos coincidimos en vacaciones. Era un chico estupendo y pronto nos hicimos inseparables.

Solíamos dar largos paseos en bici, para sentarnos en las escarpadas rocas a charlar o tirarnos en la hierba para observar las gaviotas en pleno vuelo, con el contundente blanco de su plumaje destacando sobre el territorio azul en el que se confunden  cielo y mar.  Y fue una de esas tardes en la que el silencio se vuelve confidencia, cuando Kiko me habló de su pequeña hermana.

Tendría él seis o siete años, cuando se dio cuenta de que Sylvia era una niña diferente. Algún error en el momento de nacer o la caprichosa mutación de un gen, habría sido la causa.
Por lo demás, Sylvia era muy bonita, dulce y extremadamente cariñosa. Tenía el pelo dorado y unos preciosos ojos azules, pero su nivel intelectual no superaría nunca el de primero de básica.

Kiko la adoraba y creció defendiéndola de cualquier burla que los demás niños le hicieran por su especial manera de hablar.
 Se sentía orgulloso de llevarla a todas partes, de jugar con ella, de enseñarle multitud de lugares y de cosas...
Y sobre todo, se sentía orgulloso de recibir a cambio, ese especialísimo cariño con que la pequeña Sylvia le correspondía. Lo había convertido en su héroe indiscutible, y él hubiera deseado ser tan grande y tan maravilloso, como lo veían los ojos de su hermana. Todo eso me contaba Kiko esa tarde.



Sylvia crecía irremediablemente y llegó el día que tuvieron que confíarla a una institución especializada, donde afortunadamente a través de métodos adecuados y dedicación plena, supieron tratarla con el cariño de la familia.  Y allí Sylvia aprendió  entre otras pequeñas cosas, a escribir unas sencillas cartas que Kiko recibía lleno de nostalgia y culpabilidad.
Me dejó que las leyera. En una de ellas decía:  Ya voy escuela y trabajo en cuaderno. Te mando besos. Te quiero. Un torpe infantil dibujo de unas flores desgarbadas, ilustraba la carta.

Avanzaba perezosa la tarde. Sentados en la arena, mirábamos un mar quieto, insondable, misterioso como la vida. Soplaba una brisa suave y las gaviotas  flotaban en el aire como si estuvieran pintadas en el cielo. Una cayó de pico y se elevó con un pez plateado. Otra, volando a ras, le arrebató la presa, huyendo hacia el acantilado.

Kiko apretaba en su mano las ingenuas cartas de Sylvia. Miraba la lejanía y en su cara le brillaban gotas de agua de mar, o eran lágrimas?... Y yo lo envidié, por ser capaz de sentir un cariño tan pleno, pensando que a mi también me gustaría ser el hermano mayor de una niña así de especial.



sábado, 9 de febrero de 2013

Qué hacer con la tristeza?





Te pedí que te fueras
esa tarde
que auguraba tormenta.

Esa tarde
de arenas movedizas,
cuando dejamos libres
las certezas.

Tal vez fuera en otoño,
un mes que no recuerdo.

Pero sí, que lloré.

Lloraron los espejos,
las veredas,
la luz de las farolas.
Los paisajes.
Los silencios.
Los pájaros.

Y llovieron verdades
de los tejados
y de las azoteas.

Luego,
vinieron días
de tristeza y vacío.

Qué hacer con mi ternura?
Con las noches blanquísimas?
Con la canción aquella?.

Dónde esconder el miedo?

Cómo recorrer calles
sin mi mano en tu mano,
sin tu brazo en mi hombro?

Qué hacer con la tristeza?

Qué hacer
con los pájaros negros
de las noches eternas?..