
*********** Primera parte
Recuerdo un caserón de paredes de piedra y balcones de hierro. Recuerdo un patio de losas azules, donde mi madre cantaba regando los malvones y las azaleas con esa voz de agua y de rumor de viento. Recuerdo la plaza con una fuente y un prado de hierba reluciente. Y el perfil de una sencilla estación de ferrocarril, que se recortaba sobre un cielo siempre luminoso.
Cierro los ojos. Evoco los mágicos lugares adonde me llevaban mis viajes de fantasía. En el prado, veo margaritas, campánulas y amapolas. Y escucho el murmullo del agua de la fuente...
A ese paisaje vuelvo, cuando la nostalgia.
Teníamos algunas gallinas que correteaban por el patio y saltaban la valla para picotear en el prado. Me gustaba darles la comida y solía ponerles nombres: la dormilona, la atrevida, la chismosa...
De tanto en tanto, una camada de pollitos rompía el cascarón y una nube de bolitas amarillas, blancas, negras... se movía por todas partes siguiendo a la orgullosa mamá gallina.
Esa vez, la que estaba empollando murió y los pollitos que acababan de nacer, se apiñaban unos contra otros, sin atinar a donde cobijarse.
Pablo dijo que los animalitos recién nacidos, siguen lo primero que ven moverse y yo entusiasmada, quise hacer la prueba. Resultó y durante semanas, un miniejército saltarín, corría tras de mi por todo el patio.
Aquella tarde jugué en el prado con otros niños. Después fuimos a la estación a esperar el tren de las seis. Nos gustaba saludar con la mano a los pasajeros, que nos sonreían tras las ventanillas.
Recordé de pronto que no había dado de comer a los pollitos y corrí a casa.
Pi, pi, pi...y acudieron en tropel a picotear los granos de trigo que había esparcido en el suelo. Y entonces, al dar un paso atrás, escuché un pío lastimero, al tiempo que notaba que algo se quebraba bajo mi pie. Era un pollito negro. Y lo vi allí, tirado, moviéndose apenas... Lo recogí del suelo y quise reanimarlo. pero se apagó en mi mano como una débil llamita.
Sentada al borde de la fuente, lloré y lloré, con el pequeño cuerpecito inerte contra mi pecho. Lloraba al mirar sus ojos redondos, abiertos y sin luz, al sentir en mis manos sus patitas heladas. Lloraba al contemplar cara a cara a la muerte.
Un año antes, cuando unos hombres se llevaron a Miguel, yo no alcanzaba a comprender, que ya no volvería a jugar conmigo ni a llevarme cabalgando sobre sus hombros, y durante bastante tiempo, esperaba cada día su regreso. Volverá cuando tenga hambre, pensaba. Y por la tarde, tiraba de la mano de Pablo, para que me llevara a la estación.
Vendrá hoy? Di, Pablo, vendrá?
Ya no volverá, Nena, Miguel está muerto.
Y que es estar muerto?
Es estar callado y quieto y frío... Es no pensar, ni sentir... Es ir a un lugar, de donde nunca, nunca, se vuelve.
Pero, volverá cuando tenga hambre?
Que no, pequeña, que Miguel ya no puede volver nunca, porque está muerto. No lo entiendes?...
Y así Pablo, con la paciencia y ternura de hermano cuatro años mayor, me había hecho comprender, poquito a poquito, el significado de estar muerto.
Ahora, con el pollito helado en mis manos, lloraba porque ya sabía que como Miguel, no volvería jamás a estar conmigo.
*********** continuará.